Me gustaban los paquitos y películas de vaqueros
como a cualquier otro carajito, pero, contrario a la mayoría de mis
amiguitos, además de los pantalones de cuero y de las correas con
hebillas de plata con revólveres y
balas a su alrededor, como las lucían
Gene Autrey, Wyatt Earp o los hermanos Cartwright de La Ponderosa, me
llamaba mucho a la atención la forma de vida y la filosofía de los
indios americanos; el respeto a la madre naturaleza, el misticismo
frente a los espíritus sagrados que rodeaban su existencia y, sobre
todo, lo que más me impresionaba y marcó mi vida para siempre fue el
respeto a los animales como el búfalo, el lobo y su descendiente el
perro, considerado el mejor compañero del reino animal que una persona
puede tener.
Este interesante animal ha sido para el hombre y
la mujer fiel compañero desde tiempos ancestrales. Leal, valiente e
inteligente, podría decirse con propiedad que llega a conocer a su amo
mejor que cualquier persona. Incluso a distancia, sabe si el dueño está
feliz, incomodo o preocupado. Su olfato y percepción trascienden los
límites de los sentidos humanos. Por eso me llaman a la reflexión, en
estos tiempos donde la deslealtad y el transfuguismo son tan cotidianos
que llegan a confundirse como actitudes normales y hasta aceptadas
dentro de nuestros marcos referenciales públicos y privados. Siguiéndole
los pasos a estos ejemplares con los que me toca trabajar esta vez, veo
como mantienen su espacio bajo control sin afectar a sus compañeros,
respetando cada uno el suyo como comandados por una orden interna.
Su lealtad al amo va más allá del alimento y llega
más lejos que el amor; es algo que no negocian y llegan a entregar la
vida si es necesario. No transigen cuando de respeto se habla, te miran a
los ojos y se conectan a ti de una manera impresionante. No se venden
ni se duermen en sus posiciones, y en un segundo pasan de postura de
descanso a alerta como si tuvieran un resorte dentro de su cuerpo.
Y como por gravedad, la de la física o la de la
realidad que nos rodea, me estrello contra la historia de nuestro país,
rebosada de hombres y mujeres leales, humildes y valientes que dieron
todo porque sus hijos se desarrollaran en un clima de libertad y de paz;
mujeres que desafiaron la tradición del poder y el machismo, y que
derramaron su sangre para erigirse en estandartes de nuestra patria y
del mundo. Tuvimos presidentes que contra todos los pronósticos se
convirtieron en líderes de un pueblo trabajador avasallado y del
campesinado, y nuestra historia cuenta con militares que entregaron su
vida por los que creyeron eran los más sanos ideales.
Es traumático despertarse y entre los titulares de
la prensa encontrar las evidencias de cómo nuestro terruño se va
desmoronando. Contemplarnos atrapados entre las puertas de hierro que
nos encierran en nuestros propios hogares, mal protegiéndonos de lo que
no han logrado protegernos los desorientados esfuerzos de quienes son
responsables de mantenernos seguros, diluidos ante el poder del mal que
se alimenta de la pobreza, del desempleo, de la falta de educación y de
la desesperanza, como un monstruo insaciable. Los medios recogen
diariamente hechos que nos aterran, familias quemadas, personas que se
venden para destruir hermanos, asesinos a sueldo prestos a limpiar
pecados de los que no son jueces, aunque sí muy probablemente cómplices.
Hemos llegado al tiempo donde lo real y lo imaginario se confunden en
la ficción y donde ya un pelo del bigote del maestro no significa nada y
es más, el bigote pasó de moda.
Aquellos que se llaman líderes utilizan un
lenguaje gastado, aéreo, retórico, lleno de promesas que no soportan el
más elemental de los análisis. Escasea hasta el sentido común para dar
respuestas a un pueblo cansado de que le vendan las mismas esperanzas
con los mismos subterfugios. En la política el arroz con mango es el
plato dispuesto para la mesa, y aquellos señores que conocimos con
nombres y apellidos, que levantaron sus familias a golpe de honor más
que de tráfico de influencias y de dinero, precedidos por el ejemplo de
quienes hicieron lo mismo que ellos, han desaparecido casi por completo.
Los que aún nos acompañan ya están para que otros peleen sus batallas.
Necesitan un relevo.
Así como la basura llena las calles, los corazones
se revisten con una coraza para sobrevivir a estos tiempos que parecen
sacados de una novela barata y con protagonistas de chuflai.
Nuestros amigos se resisten al implacable
escenario que nos rodea, tratando de buscar un escudo que proteja sus
familias, pero nuestros tesoros más valiosos, aquellos que trataron de
inculcarnos los maestros de talla y de honor, van despareciendo como la
espuma de las olas cuando llega a la orilla de la playa.
¿Será que la decencia, la lealtad, la amistad
sincera y el amor entre nosotros llegaron a la orilla del despeñadero?
Los indios de las películas tenían razón cuando le enrostraban al
"hombre blanco" que la civilización no se mide por el tamaño de sus
casas y ciudades sino por el trato que se les da a nuestros semejantes.
Como el perro, que ama su dueño y no traiciona ni se traiciona, que
nunca se vende, deberíamos defender el estado de derecho que debería ser
el único amo de nuestro reino.
Esta pequeña sociedad labrada por hombres con
colgantes de titanio y mujeres con faldas de plomo tiene una disyuntiva
frente a sus ojos, en el horizonte cercano, tan cercano como nadie se lo
espera: o nos unimos como dominicanos y rescatamos nuestro legado que
tanta sangre y sacrificio les costo a nuestros viejos, o nos ahogamos
aún dando pie en la orilla que parece contenernos. Es tiempo para pensar
y para reaccionar. Y para decirlo en buen dominicano, aquel que tenga
miedo, ¡pues que se compre un perro prieto! .